No recuerdo ningún momento de mi vida en el que los idiomas no formaran parte de mi día a día. Siempre me gustó aprender. Mi niñez estuvo rodeada de libros, y las palabras siempre fueron para mí una forma de entretenimiento, de diversión. Recuerdo que me encantaba escribir historias, poemas, guiones de teatro. La comunicación siempre fue mi forma favorita de pasar el tiempo. Cualquier forma de expresión era divertida, y si a eso le sumaba la posibilidad de expresar unas mismas ideas en idiomas diferentes, la diversión parecía aumentar.
La fascinación primera y más fuerte por un idioma extranjero fue por el inglés gracias a la música. Yo quería entender qué decían aquellas canciones que tanto me transmitían con sus melodías. Empecé a traducir canciones literalmente, palabra por palabra, usando un diccionario básico de inglés que aún conservo. Las estructuras no sonaban muy naturales, pero aquellas frases extrañas me ayudaban a hacerme una idea de lo que significaban.
Por medio de la música también me empecé a interesar por el portugués (escuchaba mucha música brasileña) y por el alemán. Recuerdo coger el libreto de un álbum de Djavan y aprenderme las letras de memoria, sin saber muy bien qué decían. Cuando alguien me veía cantar esas canciones con fluidez (más bien me veían mover la boca) pensaban que sabía hablar portugués. ¡Ya me hubiera gustado a mí!
El alemán apareció un poco más tarde en mi vida, allá por el año 2000, cuando yo tenía tan sólo 13 años. Recuerdo estar viendo la tele un día, y haciendo zapping di con el canal de música alemán VIVA y como buena adolescente me enamoré de una banda de 5 chicos que cantaban en un idioma que me cautivó desde el minuto uno. Ese verano convencí a una amiga para apuntarnos a clase de alemán en septiembre. No aprendí demasiado, pero fue suficiente para saber que algún día estudiaría aquel idioma en serio.
Cuando pasé al instituto (donde estudié francés durante 6 años sin pena ni gloria) tenía que elegir lo que iba a estudiar, y aunque yo llevaba años creyendo que quería ser veterinaria por mi amor a los animales, cuando descubrí que existía una carrera que se llamaba Traducción e Interpretación en la que podría aprender varios idiomas y pasarme el día traduciendo textos, no lo dudé ni un momento. Y así lo hice, rellené la matrícula y elegí los idiomas que más me atraían: inglés, alemán e italiano (en el instituto me quedé con las ganas de haberlo tenido como optativa y siempre sentí devoción por la cultura italiana).
Y con la universidad llegó la montaña rusa de emociones. Por fin podía aprender en profundidad aquellos idiomas, pero las clases no eran como yo las imaginaba. Éramos demasiados y no había mucha ocasión de hablar, todo era demasiada gramática (que la amo, no me malinterpretéis) y ejercicios. No existía esa parte de poner en práctica los conocimientos de forma amena y divertida. En general las clases eran algo frías y aburridas.
Yo que siempre me lo había pasado tan bien en clases de inglés (en la academia a la que iba por las tardes) y que tan segura me sentía a la hora de hablar inglés, no me ocurrió nunca con los otros idiomas durante los años de universidad. Esto me hizo desmotivarme y desconfiar de mis aptitutes lingüísticas. Pero aún me quedaba la experiencia de irme de Erasmus a Alemania y ponerme a prueba allí.
Mi año en Alemania estuvo lleno altibajos y ninguno relacionado con la lingüística (o quizá en parte sí). Y a pesar de haber pasado allí 12 meses, de haber tenido más de 10 asignaturas impartidas íntegramente en alemán y de haber alcanzado aproximadamente un nivel B2, no siento que aprovechara cada minuto de mi estancia allí. Era joven y estúpida y no me centré en lo que realmente importaba. Me sentía sin autoestima, me daba vergüenza hablar, no me esforzaba por mejorar y así acabé frustándome por no ver los avances que cualquiera hubiera esperado.
Cuando volví a España me cogí otro idioma para terminar la carrera: griego. Y aunque era más difícil que el italiano acabé sacando mejores notas, supongo que porque tuve que esforzarme mucho más. Sin embargo, una vez me licencié y comencé a trabajar, dejé casi totalmente de lado todos los idiomas que había estudiado excepto el inglés. Los años fueron pasando y si ya tenía poca confianza en mis aptitudes, la fui perdiendo del todo. Cuando la gente me preguntaba que cuántos idiomas hablaba siempre contestaba que sólo dos: español e inglés. Me di por vencida y pensé que lo que había perdido ya era irrecuperable y que no tenía sentido ni intentarlo porque estaba demostrado que no era lo mío, que mis capacidades sólo me daban para el inglés.
En los últimos 10 años me he interesado por muchas lenguas (sueco, turco, ruso, chino, etc) -lo que en la comunidad políglota se conoce como dabbling-, pero a la vez nunca he dejado de sentir fascinación por ninguno de los idiomas que aprendí y, de hecho, en diversas ocasiones me propuse retomarlos. Me compré libros, me apunté a clases de verano, hice pruebas de nivel para empezar un curso completo, pero al final siempre ocurría algo que hacía que mi plan no saliera adelante. Yo lo achacaba a factores externos (y a que yo tenía muchas limitaciones), pero en realidad los principales motivos eran: 1) falta de motivación/confianza, 2) falta de una metodología y recursos apropiados, y 3) falta de un sistema o rutina de estudio.
Este verano gracias al descubrimiento de varios canales de YouTube de políglotas he cambiado la perspectiva que tenía sobre el aprendizaje de idiomas y sobre mis propias capacidades y limitaciones. Al ver cómo personas no lingüistas dedican prácticamente todo su tiempo libre a aprender idiomas como hobby y consiguen un nivel impresionante a base de dedicación y constancia, me he dado cuenta de que todo es una cuestión de organizarse y ser perseverante. La clave está en usar materiales de calidad, practicar las diferentes destrezas lingüísticas sin dejar de lado ninguna y sobre todo lanzarse sin miedo y disfrutar del proceso, con objetivos pero sin expectativas.
Y así es cómo he recuperado la motivación y cómo estoy consiguiendo aprender rumano ahora. Además me he propuesto más en serio que nunca recuperar los idiomas que dejé un poco de lado, con planes específicos y bien definidos. La motivación es tal que estos son los objetivos que me he marcado para el año escolar 2020-2021:
Rumano: ser capaz de mantener una conversación básica de al menos 30 mins, leer artículos e historias infantiles, y alcanzar un A2 para el verano '21.
Alemán: volver a hablar con fluidez, leerme al menos un libro. hacer un curso intensivo de 3 meses y alcanzar un B2.
Italiano: sentirme cómoda hablando, leer artículos, repasar la gramática con clases particulares, alcanzar un B1.
Griego: refrescar el alfabeto, aprender las palabras y frases más comunes.
Portugués: escuchar música brasileña y ser capaz de entender el sentido general y leer poemas de Pessoa.
Pero, ¿voy a usar todos estos idiomas a nivel profesional? No lo sé, pero tampoco me importa. Los idiomas son mi pasión y mi mayor forma de entretenimiento. Pero, ¿algunos de ellos no son un poco "inútiles"? Si creemos que el sistema de signos que una comunidad usa para comunicarse y expresarse en el mundo es algo inútil, ¿qué clase de personas somos? Los idiomas son una herramienta para entenderse, ser más tolerantes y tener acceso a más culturas del mundo. Los idiomas abren puertas a otras formas de entender la vida, a otras maneras de estructurar las ideas, de conceptualizar. ¿Acaso hay algo más humano que el lenguaje?
Así que, ¿por qué aprender tantos idiomas? Para poder disfrutar de más arte y cultura, y, sobre todo, para ser un poquito más humana.