Ahora mismo sólo tengo ganas de arrancar de cuajo todas las hojas del mes de enero del calendario.
Siempre he odiado los comienzos de año. Son tan insulsos... Por una parte deberían marcar el comienzo de algo nuevo. Año nuevo, vida nueva. Sin embargo, todo parece seguir igual.
La noche del 31 de diciembre todo el mundo la vive con mucha euforia: fiesta, risas, cambio de chip, propósitos marcados, deseos pedidos a las estrellas... El 1 de enero, en cambio, es un día lleno de añoranza y recuerdos del año que se ha ido. O al menos así ha sido para mí este año.
Aunque intente pensar que el 2009 no era más que una introducción y que el 2010 es la continuación de una de las mejores etapas de mi vida, siento que el 2009 se va para siempre y me cuesta muchísimo despedirme. Es como si lo ocurrido en el 2009 quedara comprendido entre sus 365 días para siempre, atrapado en una burbuja de tiempo que nunca volverá a repetirse. Como un eco que no hace más que botar de una montaña a otra y no pudiera salir de ese espacio.
Ahora sólo me queda esperar que pase enero y vea que el 2009 no era más que un aperitivo y que el 2010 es el primer plato.
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