La vida es un ir y venir de gente. Ya
lo he dicho muchas veces. Pero uno sólo se da cuenta de esto cuando
tiene que decir adiós. Adiós para siempre.
La vida es maravillosa, está llena de
cosas increíbles, lugares espectaculares y gente que simplemente da
sentido a todo lo demás. Mi vida ha sido muy corta, tan sólo he
vivido 25 años. Y aunque sé que esto no es más que el principio, a
la vez siento que he vivido suficiente como para darme cuenta de
algunas de estas cosas.
He viajado bastante, pero a la vez no
he visto ni un 10% de todas las maravillas que hay en este planeta.
Esos viajes me han hecho crecer como persona en todos los sentidos.
Me han abierto la mente y me han hecho aprender infinidad de
lecciones. Pero sobre todo me han regalado la oportunidad de poder
conocer personas que han cambiado mi vida.
Una de esas personas se ha marchado
hoy. Decirle adiós ha sido uno de los momentos más tristes de mi
vida. Verle cruzar la línea que nos iba a separar para siempre (o al
menos que iba a poner fin a la vida que teníamos en común), me ha
hecho recordar todo cuanto hemos compartido y pensar en todo lo que
me ha hecho sentir en estos meses. Me ha hecho ver que la vida es
precisamente nacer y morir. Empezar y acabar. Que todo tiene un
principio y un final. Pero que lo que realmente cuenta es ese tiempo
que queda entre medio. Ese tiempo en el que todo sucede. Ese tiempo
en el que todos los recuerdos tienen lugar, en el que esas personas
transforman tu vida.
Él transformó mi vida en
Charlottesville. Apareció en el momento en el que más lo
necesitaba, cuando más desesperada estaba por todos los cambios que
me estaba tocando afrontar respecto a la vida que había dejado en
España. Él no lo sabe, pero conocerlo me ayudó a olvidarme un poco
de esos problemas, de esa tristeza, y a cambio me dio ilusión.
Ilusión por disfrutar de esta experiencia al máximo, por aprovechar
cada minuto de mi estancia aquí. Y aunque parecía que era yo la que
le animaba a ver la experiencia de esta manera, en realidad era él
quien, sin saberlo, me recordó lo importante que es vivir cada
segundo como si fuera el último.
Encontrarle me dio esperanza. Esperanza
en creer que cuando parece que todo está perdido, que nada puede ir
peor, siempre hay algo que aparece por sorpresa y te hace sonreír y
despertarte cada mañana con ganas de más y mejor. Esperanza en que
hay gente que merece la pena y que es bonito luchar y darlo todo por
ellos.
Conocerlo me recordó por qué vine
aquí. Y aunque nunca nada fue perfecto, ni mucho menos, esas
imperfecciones me hicieron aprender que no podemos pedirle peras al
olmo, y que hay que aceptar a las personas tal y como son. Que no
podemos cambiar las cosas a nuestro gusto, y que la naturalidad y la
espontaneidad son las cualidades más importantes en una amistad de
verdad. Y aunque sé que yo me equivoqué y no supe ver esto a
tiempo, le doy las gracias por haberme regalado lo que yo venía
buscando aquí: comprender el sentido de la amistad. Aprender que
la amistad auténtica merece la pena el sacrificio de otros
sentimientos.
Decir adiós me ha enseñado que tras
la confusión (y lágrimas que queman la cara) todo se ve un poquito
más claro. Porque querer a alguien es ser feliz viendo la sonrisa de
esa persona. Es dejar que esa persona vuele libre... y que, tras
meses viviendo una realidad paralela, vuelva a ese extraño planeta
que poco a poco irá recordando como su hogar.
Y yo mientras seguiré aquí con la mirada
cegada por el sol, observando a ese pájaro que vuela alto... y
soñando que me convierto en él y que cruzo todo el cielo hasta llegar a ese extraño planeta.