¿Cómo empezar a describir un viaje que hasta hace tres semanas ni siquiera tenía planeado realizar? Rumanía siempre ha sido para mí un destino misterioso y deseado aunque no tenía muy claro por qué. Supongo que haberme quedado prendada de la historia de Bram Stoker cuando la vi llevada a la gran pantalla en el año 92 tiene algo de culpa, por muy poco original que eso pueda sonar. Me imagino que la gran mayoría de los que eligen viajar a este país lo hacen para conocer la tierra de Drácula y ver el castillo donde él nunca puso un pie. Y en parte esa era para mí también una gran motivación. Qué le voy a hacer.
No obstante, en el fondo creo que lo que más me impulsó a conocer este país era algo que provenía de una conexión mucho más profunda. Yo, sinceramente, antes de ir no sabía mucho sobre Rumanía, pero había un pequeño dato que conocía desde que tengo memoria que para mí era vital. Sabía que en Rumanía se hablaba una lengua romance que parecía ser la marginada de esta familia de lenguas. Y el que me conoce sabe que a mí todo lo que sea minoritario o marginal me tira mucho.
Como hablante de una lengua romance tengo un aprecio especial por estas lenguas pues siento que me representan de una manera muy fidedigna. Soy hablante nativa de español, estudié francés en el instituto, italiano en la carrera y portugués en mi tiempo libre (sobre todo a través de la música). Solo me quedaba indagar en la lengua rumana de la cual, honestamente, no conocía absolutamente nada (salvo que dragostea significaba amor). La única idea -parcialmente errónea, pienso ahora- que tenía es que de las principales era la que más se parecía al latín. Eso me hacía pensar que era la que menos cambios habría sufrido y la que más fiel al origen era. Estos hechos me llamaban mucho la atención y, por tanto, como lingüista, para mí eran suficiente para sentir fascinación por este idioma y curiosidad por su lugar de procedencia. Eso unido a otros aspectos más "humanos" como el hecho de que en España hay muchos inmigrantes procedentes de Rumanía de los que, por desgracia, no sé mucho, me hizo pensar que sería un bonito gesto tratar de acercarme a esta cultura con la intención de entender mejor a muchas de las personas que me rodean y con las que convivo.
Y bien, ¿qué he aprendido? Bueno, ya antes de irme no quería llegar siendo una ignorante total, así que con la ayuda de mi espíritu curioso, mis ganas de descubrir, mis libros, Internet y alguna que otra persona que generosamente accedió a responder mis preguntas, me cargué de información básica sobre su historia, acontecimientos políticos, religión, música y, por su puesto, su idioma. Después de todo aprendí que se trata de un país europeo de origen latino con antepasados dacios, otomanos y austrohúngaros, entre otros, enterrado en los Balcanes con una pequeña influencia eslava que se refleja sobre todo en su lengua y religión (cristiana ortodoxa); que tuvo una época dorada bajo el reinado de Carlos I y una época de miseria absoluta bajo el régimen comunista de Ceaușescu. Vaya, que fui toda una empollona antes y durante mi estancia allí. Pero lo que no pude aprender en ningún libro o página, por mucho que leyera o por muchas fotos que viera, fue lo que sentí allí.
Rumanía es un país con una belleza humilde pero exuberante, llena de paraísos naturales que te dejan boquiabierta. Transilvania, por ejemplo, ofrece unos paisajes verdes con castillos propios de cuentos de hadas escondidos en sus impresionantes montañas. Es un lugar con un carácter discreto, algo tímido y serio para ser latino, reservado y con un halo de misterio peculiar. Características que, sin duda, me hacen sentirme fuertemente atraída. Si me centro, por ejemplo, en Bucarest (su capital), podría definirla con dos palabras: decadente y magnética. El primer adjetivo, lejos de verlo como algo negativo, me gusta verlo como algo que le da a la ciudad un aire interesante. Sus fuertes contrastes de edificios elegantes, clásicos y señoriales entremezclados con edificios que recuerdan a una época comunista oscura y llena de miseria, la hacen extremadamente atractiva. Sus calles, sus fachadas llenas de contradicciones, su toque abandonado... te invitan a querer saber más sobre sus entrañas. A simple vista pareciera que esos aires de superioridad que algunos quisieron marcarse pero que sus propios habitantes nunca se creyeron ni se tomaron en serio (de ahí que no se molesten mucho en cuidar la imagen) siguen atrapados en sus edificios y esculturas. En cierto modo te hacen ver que fue una ciudad que quiso aparentar lo que nunca fue y sólo quedó en el intento. Porque, al fin y al cabo, por mucho que sus construcciones quieran demostrar lo contrario, Bucarest es, innegablemente, un lugar original y principalmente de campesinos humildes que ni se creen nada especial ni parece que quieran serlo. Simplemente se trata de una tierra de gente sencilla que se conforma con poco, quizá debido a lo mucho que ha sufrido o bien porque ha aprendido a sobrevivir así.
Por alguna razón emocional que no puedo explicar, siento que conecté con este país de una manera profunda. Estas conexiones nunca tienen que ver con la estética del lugar. He estado en sitios impresionantes donde no he sentido nada (París, por ejemplo). Sin embargo, hay otros sitios que no siendo tan bonitos según los cánones establecidos y ampliamente aceptados, desprenden una belleza y un magnetismo que sólo puede experimentarse en primera persona estando presente en el lugar en cuestión. Rumanía ha sido para mí un sitio de esos que te enamoran de forma irracional transmitiéndome sencillez, humildad, misterio, magia e incluso sensualidad.
Mulțumesc, România.
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