Galicia. La única comunidad autónoma de la Península que me quedaba por conocer y a la que tenía muchísimas ganas de ir. Una semana allí me ha servido de aperitivo para saborear algunas de sus maravillas. Costas casi vírgenes amenazadas por un mar embravecido que más que asustar evoca un sentimiento de libertad en cada poro de la piel. Caminos flanqueados por infinitas filas de árboles cuyo verde pinta el paisaje de un tono amable y apaciguador. Arquitectura, calles y rincones cargados de historia que invitan a imaginar cómo sería la vida en cada una de sus épocas.
Sin duda alguna, este pedacito de tierra que tenemos el placer de compartir en el mapa de nuestra geografía no deja indiferente a nadie que tenga el más mínimo de sensibilidad. Al menos yo la he disfrutado con los cinco sentidos. Eso sí, no he querido explorarla en profundidad en esta visita para así tener muchas excusas para volver. Y quien sabe si más adelante no acabo enamorándome un poquito más cuando la conozca en mayor profundidad. Desde luego, ya antes de pisar suelo galego hace siete días, algo dentro de mí me decía que Galicia sería uno de esos lugares en los que no me importaría pasar una temporada y llamarla hogar, aunque fuera por un breve espacio de tiempo. Quién sabe... Nunca sabe una dónde acabará creando nuevos recuerdos.
Por circunstancias personales que, de momento, no vienen a cuenta, decidí que A Coruña sería mi destino vacacional para la semana santa. Para llegar allí volé a Santiago de Compostela, ciudad que pensé que conocería el día que al fin recorriera los últimos 100 Km del Camino de Santiago. Tenía esa imagen de mí misma terminando el camino agotada y asombrándome con la belleza arquitectónica del Obradoiro, sintiendo orgullo -y alivio- por haber llegado hasta allí. No ha sido así, pero igualmente la sensación de asombro y admiración la sentí.
El paseo por el casco antiguo de Santiago de Compostela fue breve, pero suficiente para tener claro que regresaré y recorreré cada callejuela minuciosamente. Quién sabe, quizá la próxima vez sí sea tras varios duros días de caminata, con mi mochila a cuestas, mi concha de Santiago, y mi bastón de peregrina. Obviamente mi peregrinaje no sería por motivos religiosos, pero sí espirituales. Entiéndase por espiritual disfrutar de la sencillez y la belleza de la naturaleza que es, al fin y al cabo, lo que Galicia siempre me ha transmitido incluso antes de conocerla.
El resto de días los pasé gustosamente en la provincia de A Coruña en fantástica compañía descubriendo sitios de cuento de hadas. Muiños de Verdes, por ejemplo, un paraje natural espectacular donde sus senderos te invitan a seguir el río Anllóns con la inmejorable banda sonora de las aves autóctonas. Un lugar para deleitarse con el silencio, la paz y la pureza del bosque.
También disfrutamos de las preciosas vistas desde la cima del Monte Neme, así como de la salvaje Praia de Razo con sus orillas infinitas y su incesante oleaje.
La propia ciudad de A Coruña, a su vez, nos regaló diversos escenarios. Avenidas y paseos decorados con la típica arquitectura que solemos encontrar en el norte de España (al menos a mí me recordó mucho a Santander), además de paradas más naturales como el Monte de San Pedro y sus magníficas vistas o los alrededores de la Torre de Hércules, la cual, por el mero hecho de ser un faro (el más antiguo del mundo en funcionamiento) me enamoró. Tanto que ya puedo afirmar que, cuando vuelva, éste será el rincón elegido para inspirarme, pensar y escribir en mi diario.
En cuanto a otros aspectos culturales como el idioma o la gastronomía, qué decir. Me encantó oír a la gente hablar galego por todas partes de forma tan natural e inercial. Y lo que es comida típica de allí, quitando la tortilla de patatas -la cual estaba deliciosa-, poco puedo decir ya que casi todo lo que comí fueron platos vegetarianos en lugares poco autóctonos. Eso sí, no tuve problemas para comer, más bien lo difícil fue parar. Pero bueno, para eso vuelve una de vacaciones, para recuperar la rutina y dejar los placeres incontrolables atrás... y ¡porque no queda otra!
Así que, resumiendo sólo puedo decir cosas buenas sobre Galicia. Incluso el tiempo se portó y, a pesar de mis miedos y prejuicios (y falsos pronósticos por parte de la AEMet), sólo chispeó un poco una mañana. En definitiva, ¡volveré Galicia, lo prometo!
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