Nunca me ha gustado esta estación o, al menos, no que yo recuerde. Quizá es de esas cosas que el subconsciente entierra. Tal vez hubo una vez en la que amaba esta época del año: la llegada del frío (en el hemisferio norte), la ropa de abrigo, las vacaciones de navidad, las comidas familiares, la ilusión de recibir regalos... Quién sabe, puede que en el fondo de mis recuerdos quede algún resquicio de afecto hacia el invierno.
Lo cierto es que este año he conseguido reconciliarme con los ciclos de la vida. He aprendido, o más bien he recordado, que la vida es una sucesión de etapas, fases y experiencias, todas diversas e igual de necesarias. Hay un momento para todo. Hay una tiempo de cosecha, de recoger lo sembrado, de florecimiento de vida; hay una época para disfrutar del exterior, del calor, y la luz solar; hay otra para volver a la rutina, comenzar a organizarse, y acostumbrarse al acortamiento de los días; y luego está el invierno, época de recogimiento, introspección y cierre de ciclos por antonomasia.
El invierno ha sido para mí durante los últimos años una época de ánimos bajos, de pocas energías, de días apagados y estados depresivos. Era pasar mi cumpleaños y siempre entraba en una espiral descendente hacia lo más profundo de mis penas. Y al pensar en enero sólo deseaba ser una osa para hibernar y no despertar hasta primavera. No encontraba nada en los meses de diciembre, enero y febrero que me motivara o me hiciera ilusión (quitando mi cumpleaños y Nochevieja). Estos son y han sido siempre para mí meses de frío, literal y figurado. Y el frío, cuando se te mete por dentro, no es agradable. Te destempla el cuerpo (y el alma), te deja con las defensas bajas (también las mentales), y te vuelve vulnerable y susceptible a coger catarros. O como decimos vulgarmente: nos ponemos malas. ¡Malas! ¡Qué palabra tan acertada! Así me solía poner cada vez en invierno: mal.
Sin embargo, este año, como decía más arriba, puedo decir orgullosa que me he reconciliado con el carácter cíclico de la vida en general y con el invierno en particular. Me he dado cuenta de que el invierno no sólo es necesario, sino que puede ser agradable. Puede que haya pocas horas de luz (en comparación con el verano) y que la oscuridad -en su amplio sentido- reine sobre todo, pero ¿acaso no precisamos de oscuridad para percibir o apreciar la luz? El invierno precede a la estación de la vida, de la alegría, de la cosecha... y para recoger frutos no sólo hay que sembrar, sino que también se ha de ser paciente y esperar. El invierno es ese momento perfecto para practicar ese no-hacer-nada, esa quietud. Y por eso estos meses son ideales para recogerse pronto, quedarse en casa y dedicarnos a la introspección. Es la época del año idónea para cerrar un ciclo, echar la vista atrás, hacer balance y crítica, y reflexionar sobre qué aspectos queremos mejorar o cambiar en el nuevo año que comienza.
Después de depositar estas palabras aquí a modo de casi terapia y releerlas puedo decir que, así sobre papel, ¡me encanta el invierno! Porque, aunque siempre la haya visto como la "muerte" del año, ¿acaso la muerte no es también parte de la vida? Así que, ¿por qué seguir tratando esta muerte figurada como un tema tabú cuando podría estar despidiéndome con cariño de mi yo del 2019 y preparándome con ilusión para mi yo futura?
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