It's hard to stay mad when there's so much beauty in the world.
Sometimes I feel like I'm seeing it all at once and it's too much, my heart fills up like a balloon that's about to burst.

domingo, 26 de mayo de 2019

Mujer tuve que ser

Después de haberme leído una decena de libros sobre feminismo (entre ellos: "Feminismo para principiantes" de Nuria Varela, "Morder la manzana" de Leticia Dolera, "Neoliberalismo sexual" de Ana de Miguel, "Política sexual" de Kate Millet,y tener a empezados varios como "El segundo sexo" de Simone de Beauvoir), me gustaría compartir algunas reflexiones que he tenido a lo largo de cada palabra que iba absorbiendo.

A medida que los iba leyendo se me iban viniendo a la cabeza una serie de recuerdos de mi infancia, pensamientos que tengo desde la adolescencia, así como un puñado de ideas nuevas sobre las que quizá sólo me había detenido superficialmente en mis 32 años y que ahora, desde el conocimiento y desde una mente más crítica si cabe, soy capaz de ver con más claridad.

El feminismo no es una moda, como algunos estaréis pensando (que la moda lo use para su propio beneficio es otro tema). Esto de haberme leído tantos libros sobre los principios teóricos y la historia de este movimiento tiene poco que ver con que ahora el feminismo esté "en todas partes". No es que ahora haya surgido de la nada, siempre ha estado ahí, sólo que las redes sociales -y las persistentes desigualdad e injusticias que seguimos sufriendo- han hecho que resurgiera con más fuerza que nunca y se hiciera oír más. Y digo yo, ya era hora que estuviera en todas partes, ¿no? Por desgracia, el feminismo está en todas partes más en forma teórica que de forma práctica. A pesar de lo que algunos neandertales digan y por mucho que los machistas manidos piensen, aún queda mucho por hacer.

Yo misma, habiéndome considerado feminista desde que tengo uso de razón, he tenido que derribar algunas ideas preconcebidas y prejuicios asquerosos que tenía muy arraigados por culpa del patriarcado. Después de mucho leer, escuchar, indagar, informarme, reflexionar y autoexaminarme, me he dado cuenta de que todos tenemos integradas infinidad de ideas machistas contra las que tenemos que luchar si queremos hacer de este mundo un lugar más justo y equitativo para TODAS/OS.

Si me remonto a mi infancia y trato de hacer un análisis crítico, creo que puedo decir que en casa crecí en un ambiente bastante igualitario. Por supuesto que viví rodeada de abuelos, tíos/as y primos/as con educación y mentalidad machista, pero gracias a mis padres no dejé que eso influyera en mi comportamiento, o al menos no demasiado. Siempre oí a mi madre decir frases como "No soy la criada de nadie. Cada uno que se haga/limpie lo suyo". Jamás he visto a mi padre diciéndole a mi madre (o a mí) que hiciera algo en casa. Siempre he visto a mi padre involucrado en las tareas domésticas, y cuando íbamos a casa de mis abuelos maternos, él y mi abuela (su suegra) cocinaban, se aseguraban de que todos estuvieran contentos, recogían la mesa y fregaban. Mis tíos, sin embargo, no recogían ni sus platos, y si alguna mujer recogía sólo su plato, le soltaba algún comentario (medio de broma, medio en serio) para que ésta se sintiera en la obligación de hacerlo. Y yo personalmente, recuerdo desde muy pequeña contestarles y decirles algo así como "Hazlo tú, que también tienes manos". Mi abuela la pobre no le decía nada a los varones, pero sí nos enseñaba a las chicas a ayudarla en casa. Yo lo hacía encantada porque me gustaba compartir esos momentos con ella, pero por dentro siempre pensaba lo injusto que era que ellos no hicieran nada.

En cuanto a la parte más divertida de la infancia, recuerdo que, aunque me encantaran las películas Disney, jamás quise ser una princesita. No me gustaban esos vestidos cursis (prefería la ropa más hippie con la que mis padres me vestían) ni la idea de que un príncipe me rescatara. De hecho, mis personajes femeninos Disney favoritos eran los más rebeldes. Eso sí, me encantaba jugar con muñecas (las cuales se montaban unas orgías que pa' qué), pero también a ser científica, veterinaria, paleontóloga, compositora o sanadora de árboles (juego inventado por mí). Jugaba con niñas y niños por igual, y nunca me sentí diferente a ellos por ser chica (aunque sí por otros motivos).

Y luego llegó la adolescencia. Difícil época para todos/as. Yo personalmente la odié. No quería tener la regla, no quería que me crecieran las tetas (me traumatizó tanto usar sujetador por primera vez), no quería bajo ningún concepto tener novio. Quería ser una niña, jugar y divertirme con mis amigos/as. ¡No quería hacerme mayor! No me interesaban las discotecas, ni las drogas, ni maquillarme, ni verme arreglada (según los cánones de belleza), ni depilarme, ni tener relaciones. Quería ser yo, la de siempre, sin que mi cuerpo cambiara, sin que tuviera que hacer cosas nuevas propias de la edad que no me atraían lo más mínimo. Eso sí, independientemente de todo eso, mi sexualidad se desarrolló, y aunque la exploraba con asiduidad y fantaseaba bastante, me bastaba conmigo misma. No quería (aún) compartirla con nadie, aún cuando hubiera presión por parte de mis amigas, que estaban mucho más interesadas en crecer (y que partes del cuerpo propias y ajenas crecieran). Que sí, que me atraían niños y sentía ese enamoramiento tonto típico de la adolescencia, pero como algo platónico y punto. Me negaba a conformarme con cualquier niñato. Ya entonces era muy exigente, y además tenía otras prioridades. Quería seguir pasándomelo bien con mis amigas, estudiar, aprender. Pero ellas iban más rápido, y sí se dejaban llevar por esa "necesidad" (creada por la sociedad)  de tener un novio que las valorara, poseyera y regalara flores por San Valentín. Yo huía de eso a toda costa.

Ellas empezaron a maquillarse para sentirse mejor con ellas mismas (mi madre siempre me decía lo guapas que éramos -siempre al natural-. ¡Qué importante es que te refuercen el autoestima desde niña!), empezaron a ir a discotecas y si eran de esas en las que las tías entraban gratis, mejor (cosa a la que yo me negaba por principios, ya que con 15 años yo ya era consciente de que esa "ventaja" nos ponía a las tías al nivel de un trozo de carne. Ellas, por desgracia, no veían eso). Yo, que iba siempre dos pasos por atrás por mi resistencia a hacerme mayor, comencé a ir con mi madre a que me depilaran (prácticamente obligada porque me parecía una tortura). ¿Y todo para qué? Para que cuando fuera a la playa no me miraran mal por ser humana y tener pelos en las piernas, sobacos e ingles. Pero como era lo "normal", yo lo hacía... eso sí, cuando mi madre me recordaba que ya tocaba.

Después de hacerme pasar por normal y haber probado un par de discotecas y ver lo asqueroso que era que los tíos se te acercaran a babearte o intentar meterte mano (o hacerlo directamente), decidí no ir a ninguna más. Prefería quedarme en casa con mis películas y mi música, o quedar con mis amigos para hablar, cenar o ir al cine. Y no es que mis padres no me dejaran, todo lo contrario. Tenía toda la libertad del mundo. Es más, me animaban para que no hiciera "vida de vieja" y saliera con mis amigas. Incluso me ofrecían preservativos las pocas veces que salía y me hablaban de sexualidad, drogas y otros temas importantes en la adolescencia con total apertura, normalidad y cero tabúes. La decisión final era mía: no me interesaba nada de eso de momento.

No necesitaba demostrar nada a nadie. No necesitaba arreglarme para que los tíos me validaran, no necesitaba beber para ser divertida y que mis compañeros/as me aceptaran como alguien guay. ¿Por qué no? Porque yo ya tenía autoestima. Mis padres me habían criado con valores de igualdad, libertad, seguridad y autonomía. No me juzgaban por mi forma de vestir ni de ser, ni desconfiaban de mis capacidades, ni me inculcaban el miedo. Primaban la comunicación, la confianza y el respeto.
Jamás oí decir a mi padre nada irrespetuoso o despectivo hacia nadie (a mi abuelo sí). El lenguaje es muy importante, y el cómo se expresen tus padres influye mucho en tu forma de pensar. Nunca salieron de la boca de mi padre palabras como guarra, tonta o maricón. Todas palabras peyorativas que hacen referencia a lo "femenino". Es más, fue él quien, siendo yo adolescente, me señaló lo sexista que son algunas palabras que usamos con total normalidad. Sin embargo, ¡he oído a tantos hombres (padres o no) decir esas palabras! Y son tan peligrosas, sobre todo si el hombre es una figura de referencia en casa.

Por suerte (qué pena que tenga que ser una cuestión de suerte), en mi época universitaria también conocí a otros hombres que, como mi padre, no usaban esas palabras ni consideraban a las mujeres como algo inferior. Es más, fueron los primeros hombres que conocí que se autodenominaban "feministas" o que al menos defendían la causa. Estos hombres hablaban de cuotas y paridad, de usar el lenguaje inclusivo, de la esclavitud que era la depilación (y lo poco que les importaba que una mujer se depilara o no), de educar en sexualidad femenina, etc. Para mí aquello en ese momento era algo insólito y difícil de creer. Y os estoy hablando de hace 12 años, y de chavales de veintipocos. Para que veáis que si hablo de esto ahora no es por moda, es porque llevo toda mi vida metida en el tema.
A estos chicos los conocí en una asociación ecologista e insistían y animaban a que las chicas lideraran los "altos cargos" o que formaran como mínimo el 50%. ¡Me encantaba formar parte de ese grupo! Pensaba que aquello no era más que el comienzo de un gran cambio y que seguro que había muchos más hombres dispuestos a aliarse con la causa feminista. Con el tiempo descubrí que aquellos chicos eran excepciones...

Y llegó la edad adulta. Primera relación seria, primer desengaño, primeras dudas, primeros orgasmos fingidos, primera depresión con su inevitable pérdida de autoestima... ¿Qué había pasado? Yo que era una chica con las cosas claras y con gran fortaleza mental, ¿cómo había llegado a sentir esas sensaciones de mierda? Miedo, inseguridad, celos, envidia, tristeza, apatía, decepción, traición... Miedo a que un tío no me quisiera y acabara sola. Inseguridad sobre mi cuerpo y mi forma de ser (creyendo que tenía que cambiar tantas cosas para ser mejor: tener un vientre plano, tener más tetas, ser más simpática y extrovertida). Celos y envidia de otras mujeres por ser más "estándar" y consiguieran la aprobación con más facilidad (aunque yo odiara lo estándar y ellas lo fueran muy probablemente por presión social). Apatía por tener que mezclarme con el mundo prefabricado y tristeza por creer que nunca me sentiría a gusto en ningún ambiente. Y, por último, decepción y traición hacia mí misma.

Me acuerdo ahora de mis amigas, las que querían hacerse mayor enseguida. ¿En serio? ¿Para qué? ¿Para vivir todas esas experiencias de mierda? ¿Cómo yo, con la educación que había tenido, había podido caer en algo tan bajo, tan básico? Pues yo he tardado varias relaciones, diversas vivencias y unos cientos de páginas en darme cuenta de que al final no soy más que una víctima más del sistema patriarcal en el que vivimos. Que todos estos años he sido además cómplice del machismo. Que he juzgado a otras mujeres desde un prisma patriarcal, y también he juzgado a hombres heterosexuales por tener rasgos "típicamente femeninos". Que he admirado e idolatrado a hombres misóginos a través de sus obras. Que me he creído el rollo patatero de los géneros y he valorado a las personas en base a esos patrones. Que me he callado muchas cosas por no "dar la nota" o incomodar a algún hombre. Que me he dejado humillar poniéndome en un segundo plano. Yo que me creía ajena a esa moral cristiana, machista y misógina, resulta que la tenía ahí latente haciendo mella en mi autoestima. Porque al final todos mis traumas vienen del mismo miedo: a no sentirme suficiente y sentirme culpable por ello. A tener que demostrar siempre algo para estar a la altura. Como mujer, como amiga, como hija, como pareja.

Daba igual que fuera una tía inteligente, sana, con carrera, con trabajo e independencia económica, que viviera y me las apañara a la perfección yo sola. Siempre había algo que de vez en cuando me hacía sentir insegura en lo más profundo de mi ser. Ahora entiendo que todo es fruto de una sociedad que fomenta eso a través de la dominancia de unos sobre otras/os, las desigualdades, la competitividad, la violencia y el miedo.

Por eso hoy, aunque no me gusten las etiquetas, puedo decir que me identifico plenamente con el feminismo radical. Porque para conseguir la igualdad real entre hombres y mujeres hace falta ir a la raíz del problema como he dicho muchas veces. Y para conseguir esa igualdad no basta con cambiar leyes, que son extremadamente importantes, si no que hay que hacer de lo personal algo político. ¿Cómo? Adentrándose en los hogares y cambiando los valores. Mirándonos al espejo y modificando actitudes. Dejando de presionar a las personas para que sean o actúen de determinada manera mediante el uso de los roles de género. Permitiendo que niños y niñas se desarrollen libremente sin valores impuestos. Que las niñas no crezcan con la maldición de tener que ser sumisas, complacientes y delicadas, y que los niños no nazcan por defecto con todos los privilegios del mundo y la obligación de ser duros, dominantes e insensibles. Los cambios sociales empiezan en el ámbito personal. Y de eso trata el feminismo radical, no de exterminar hombres, ni nada por el estilo.